Fragmento de la novela 'A Pesar de Todo'

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Este es un pequeño fragmento de la novela A Pesar de Todo , que ya se encuentra disponible en las librerías electrónicas de Amazon y Googl...

Este es un pequeño fragmento de la novela A Pesar de Todo, que ya se encuentra disponible en las librerías electrónicas de Amazon y Google Play Books

La mano izquierda de Jesús tiraba firme de las sogas que estaban debajo del soporte de madera que sostenía a la escultura para asegurarse que fueran resistentes, y al mismo tiempo suaves, para no maltratar el mármol. Tras cada tirón a las cuerdas daba dos nerviosas vueltas alrededor de la talla para asegurarse, una y otra vez, que cada una de ellas estuviera colocada adecuadamente en las partes más pesadas para que fuera levantada de manera uniforme. Por un momento olvidó las dolencias de su brazo derecho, hasta que un movimiento brusco lo sacó de su concentración para llevarlo a un profundo estado de dolor que lo regresó descarnadamente a la realidad. Resopló enfadado y frustrado y optó por tumbarse en su sillón. Mientras esperaba a que el dolor amainara, el escultor empezó a repasar mentalmente cada uno de los pendientes que le hervían en la cabeza. De inmediato se puso en la primera fila de asuntos el desfile de cartas de los gobernadores de Coahuila y de Puebla que exigían que se iniciaran ya los trabajos de instalación de las esculturas que habían encargado, y después de ellos llegó el asunto de la compra de la propia Fundición Artística que había propuesto al presidente Porfirio Díaz meses atrás pero, a diferencia de otras ocasiones, no podía ordenar mentalmente todo lo que debía hacer, porque todo se convertía en un bullidero de pensamientos inconexos. Trató de poner orden a sus ideas, pero una cacofonía de golpes en la puerta las diluyeron en el aire. Se sobresaltó levemente al salir tan rápidamente de sus reflexiones, y el susto pasó a convertirse rápidamente en cólera.

  • ¡Les dije que no quería interrupciones!- gritó. 

Perdón patrón, pero es que ya tenemos todo listo para llevárnosla. Usted dice. - Dijo con un hilo de voz el capataz Zavala-.

Jesús se incorporó violentamente y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta para abrirla de un jalón que la hizo rebotar contra la pared. Agazapado frente a ella estaba el capataz que ya sabía que le aguardaba una ristra de gritos. Jesús estaba a punto de soltarle la esperada letanía de insultos, pero el abrir la puerta así le provocó un nuevo episodio de dolor que lo dejó mudo. Allí se quedaron frente a frente los dos hombres por unos segundos, uno muriéndose del miedo, y otro agonizando del dolor.

Jesús se sostuvo del quicio de la puerta para soportar el suplicio, y esperó a que se calmara un poco para tomar aire y decirle al aterrorizado capataz.
  • Dígales... que ya entren. 
Sorprendido, Armando Zavala aprovechó su buena suerte para escurrirse de inmediato sin esperar más comentarios de su patrón, que se quedó unos momentos en la puerta para recuperarse. Observó el movimiento del taller mientras el dolor retrocedía, y pensó por un instante en que si los pronósticos médicos tenían razón, muy pronto aquello habría de desaparecer. Enfadado consigo mismo, sacudió su cabeza para desterrar esos pensamientos y regresó a su oficina lentamente metido en sus cavilaciones, hasta que algo lo hizo salir de su ensimismamiento.

La gruesa lona con la que estaba cubierta la escultura se movía. Por unos segundos Jesús se quedó atónito, luego su gesto de asombro cedió paso, otra vez, a la furia.
  • Malditas ratas. No respetan nada. 
Lo que menos necesitaba en ese momento era que un roedor ensuciara con sus desechos a la escultura, por lo que buscó a su alrededor para encontrar algo con que ahuyentarlo. En el caos del estudio pudo ver que había un trozo de tela que le podía servir para espantarlo. Lo tomó con su mano izquierda y, repentinamente, recordó que no podría utilizar su otra mano para sorprender al animal, por lo que dejó el trapo en una mesita cercana a la escultura, tomó con su mano buena la lona que cubría a la escultura y, de un violento tirón, la retiró. Antes de que ésta cayera al suelo, Jesús tomó el trozo de tela de nuevo con su mano izquierda y regresó a la escultura sosteniéndolo en alto.

Y ya no pudo hacer nada más. Se quedó petrificado y con los ojos desorbitados, incapaces de dar crédito a lo que veían. Dio dos pasos hacia atrás para después caer de sentón contra un baúl en el piso, y aún con el repentino dolor que la caída le provocó, no pudo dejar de ver hacia donde se suponía debía estar la escultura.

Porque ya no estaba.

Ya no era la pétrea figura femenina que estaba inmóvil sobre el mármol. Ahora era una mujer la que se encontraba sobre la roca y que se debatía para liberarse de las cadenas. Jesús intentaba darle coherencia al absurdo que veía, pero sus sistemas lógicos definitivamente se habían quedado cortos ante la desnuda visión que se retorcía a sus ojos. Lo único que pudo sacarlo de su conmoción fueron las súplicas de la mujer.
  • No puedo... No puedo... ¡Me duele...! 
Con dificultad, Jesús se incorporó sin dejar de ver con azoro a la desnuda figura sobre la plancha de mármol, y su primer reacción al escucharla dolerse fue intentar asistirla para que pudiera incorporarse. Se puso a un lado de ella y la tomó con cuidado por uno de sus brazos para ayudarla a levantarse, pero un grito de dolor llenó el estudio. Hasta entonces fue cuando Jesús se percató que la mujer estaba completamente adherida al mármol. Toda la piel que tocaba la piedra era también parte de ella. El escultor retrocedió conmocionado ante lo absurdo de su situación, cuando escuchó que los cargadores estaban llegando a su estudio.

Le tomó un segundo alcanzar la puerta, dando tumbos, para detener al primero de ellos, que ya estaba prácticamente dentro, y lanzar a todos fuera del estudio a empellones.
  • ¡Fuera...! ¡Fuera todos!! ¡No quiero a nadie aquí! ¡Fuera! 
Desconcertados y reluctantes los empleados se miraron unos a otros mientras se empezaban a retirar. El único que se quedó frente a la puerta fue Armando Zavala con una mueca que podía ser la viva imagen de una interrogación, pero la única respuesta que recibió fue un sonoro portazo.

Jesús se aseguró que el pestillo estuviera bien puesto y firme, y tras asegurarse que la puerta no se podía abrir, giró su cuerpo lentamente hacia donde estaba la mujer.

Seguía allí, luchando contra los grilletes.

Trató entonces de imprimir un poco de lógica en la descabellada situación, y pensó que era urgente liberarla de su prisión de roca. Se dirigió apresurado hacia donde estaban algunas herramientas.
  • ¡Calma señorita!. Tranquila, enseguida le ayudo. -dijo nervioso mientras hurgaba con desesperación-. 
Encontró un martillo, y buscó el cincel más romo posible con la idea de no lastimar a la mujer, que sollozaba quedamente. Se acercó cuidadosamente para encontrar un punto en donde poder empezar a separarla del mármol, y consideró que quizá por los pies podría comenzar a trabajar para liberarlos de los grilletes que los aprisionaban.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que no serviría de nada.

Los grilletes eran de hierro, pero claramente formaban parte del cuerpo de la mujer, y no había forma de poderlos despegar de la roca. Las vetas del mármol subían por las piernas y el resto del cuerpo, haciendo evidente que era imposible separarla de él.

Las herramientas resbalaron de su mano izquierda y cayeron al suelo sonoramente. Dio algunos pasos hacia atrás mientras ella, aunque ya había dejado de luchar por librarse de los grilletes, seguía gimiendo de angustia. La imagen ante él era demasiado disparatada, tanto que se dio media vuelta. Aquello no podía estar pasando.
  • ¿Qué es esto...? ¿Estoy soñando...? 
Frente él había un enorme espejo que pendía de la pared. Se dirigió a él en dos pasos apresurados y se puso delante de él. Miró su reflejo con desasosiego y se dijo:
  • Estás soñando, Contreras... ¡Estás soñando...! ¡Despierta! 
Cerró los ojos y trató de convencerse de que todo aquello era producto del extenuante trabajo. Sí, eso debía ser. Los desvelos y sus males estaban actuando contra él. La presión del taller era demasiada y ya estaba pasando factura a su atribulada mente. El exceso de medicinas, píldoras y tratamientos sin duda suficientes para hacerle ver cosas que simplemente eran imposibles. La presión de los clientes gubernamentales, por supuesto que debía ser eso. La insistencia constante de Carmen de deshacerse de la escultura, por supuesto. Mil razones pasaron por su cerebro, y todas carecían de sustento para tan grave alucinación. Debía estar dormido. Seguro que eso era. Tenía que serlo. Recordó entonces las noches en las que el más minúsculo movimiento sobre su brazo derecho lo había despertado con el más agudo de los dolores, y se dijo que un firme guantazo podría sacarlo de esa ilusión. Con la mano izquierda se dio un leve golpe en el hombro derecho, y el suplicio punzante lo encorvó. Respiró agitado mientras se recuperaba de la tortura que él mismo se había provocado con la esperanza de que eso le ayudase a despertar. Tras recuperarse, y con los ojos aún cerrados, se volvió hacia donde estaba la escultura y los abrió lentamente con la esperanza de encontrar todo como estaba apenas esa mañana.

Fue en vano. La mujer seguía atada al mármol, y aunque ya no sollozaba estaba indubitablemente viva. La visión era absolutamente inconcebible, y fue hasta entonces que otro tipo de miedo empezó a apoderarse de Contreras. Todas las historias de sucesos sobrenaturales de las que se había mofado hasta el cansancio comenzaron a tener sentido ante la inverosímil situación. Por un momento estuvo tentado a salir corriendo del estudio, pero la curiosidad logró ponerse por delante de la fila de sus miedos. Dio un pequeño paso, y luego otro. Jesús se acercó vacilante hacia la escultura, primero desde detrás de ella, pues su posición no le permitía verlo aproximarse, le dio una cuidadosa media vuelta hasta que por fin se puso en lo que consideró estaba dentro del campo de visión de la mujer, pero ella no pareció percatarse de su presencia.

Jesús tragó saliva y se permitió unos segundos para armarse de valor.
  • ¿Quién eres...? ¿Cómo es que...? ¿Cómo...? 
No pudo articular más, porque la mujer dijo con una voz queda:
  • Tengo frío... 
Hasta entonces Contreras se percató de la completa desnudez de la mujer que yacía ante él, y cuya posición la exponía en un exceso que hasta entonces le fue evidente. Sus manos en la espalda y también aprisionadas con grilletes le impedían cubrir su cuerpo, y la pierna izquierda casi a la altura de su pecho, que descansaba sobre el mármol, le impedía moverse y revelaba mucho más de lo que él hubiera imaginado. Con cautela se acercó a ella y tomó con su mano izquierda la lona del suelo para ponerla de nuevo sobre su cuerpo, dejando sólo su cara y sus hombros al descubierto. Luego, con lentitud, acercó una silla y la puso justo enfrente del ángulo de visión que le permitía la postura de ella y se sentó para quedar a la altura de su cara y observarla unos momentos. Y fue hasta entonces cuando ella reparó en su presencia. La profunda mirada verde intimidó por un instante al escultor, pero la vorágine en su cabeza pudo más.
  • ¿Quién eres...? ¿Cómo es que estás aquí...? 
  • No puedo moverme... ¿Por qué...? 
  • Estás... Eh... No sé cómo decirlo... Es que tú no deberías... No debieras... 
  • ¿Dónde estoy? 
Jesús no acertó a contestar a esa mínima pregunta, pues abarcaba más de lo que él podía entender en ese momento. ¿Cómo podía decirle a esa mujer que estaba en el taller donde había sido moldeada?. Dejó pasar algunos incómodos segundos para luego responder con otra pregunta.
  • ¿Cómo te llamas? 
La mujer ya había tenido tiempo suficiente para recuperar el aliento, por lo que con voz pausada respondió.
  • Me llamo Aurora, señor. 
  • Aurora... Bonito nombre. ¿Algún apellido...? 
  • Creo que es… Mora. Sí, ése es mi nombre. Aurora Mora. 
La inmensidad verde de los ojos de la mujer no dejaba de observar al nervioso escultor, mientras que él dejó transcurrir unos momentos para dar cuenta del detalle del rostro, y le sorprendió algo que tenía sentido dentro del absurdo: era exactamente igual al de la escultura que hacía unos minutos estaba en su lugar.
  • Oh... Que bien. Eh... ¿De dónde eres Aurora? 
  • Soy de Aguascalientes... Vivo en el Barrio del Encino. 
Jesús se quedó de una pieza. La coincidencia era abrumadora. El disparate comenzaba a tomar un giro aún más descabellado.
  • ¿De Aguascalientes...? 
  • Vivo en una casa chiquita... de color azul. Mi papá se llama... Remigio Mora. Es carpintero. Mi mamá... No me acuerdo de mi mamá. 
El desconcierto ya era total para Jesús.
  • Aurora, ¿qué haces aquí?, ¿cómo es que estás en mi estudio? 
  • No sé... ¿No se supone que es aquí en donde debo estar...? 
Jesús intentó farfullar una nueva pregunta, pero los golpes en la puerta lo sobresaltaron. La furia lo invadió de nuevo y se levantó violentamente para, a largas zancadas, llegar al quicio y gritar fuera de sí:
  • ¡Les dije que se fueran...! ¡No quiero a nadie aquí...! ¡Váyanse...! 
La voz al otro lado le heló la sangre. No eran los trabajadores, sino su esposa.
  • Jesús, por favor... ¡Ábrame la puerta...! 
Era lo único que no esperaba. Jesús titubeó y por un momento no supo qué hacer. Quitó con cuidado el pestillo y giró lentamente la perilla de la puerta en ademán de abrirla, pero esperó unos segundos para tratar de pensar qué podía ser mejor. Dejar entrar a su esposa y que viera tan extraño fenómeno le pareció la peor de las ideas, por lo que optó por abrir cuidadosamente, deslizar su humanidad apenas pudo caber en ella y cerrar tras de sí la puerta para enfrentar a una sorprendida Carmen, que sostenía en sus manos una pequeña jarra de vidrio con agua de horchata y un vaso.
  • ¿Qué pasa Jesús...? Me dijeron que algo sucedió y que... 
  • Perdóneme... Es que... No puedo... No es nada para alarmarse. Acabo de darme cuenta de un... problema... No van a poder llevársela... Necesito saber qué está pasando... 
  • ¿Qué pasó? ¿Se rompió? 
  • ¡No...! Es un problema que... Que sólo yo debo de atender. Le prometo que pronto voy a saber qué es lo que está pasando... Pero necesito tiempo… Despáchelos. Dígales a todos que se vayan, por favor. Dígale eso a los cargadores y a todos en el taller… Y usted también váyase, por favor. No quiero que esté nadie en la fundición. 
Jesús entendió que había sido un error salir a dar explicaciones que no tenía. Sin esperar la respuesta de Carmen, abrió de nuevo la puerta con cuidado sin permitir que su esposa pudiera ver el interior del estudio y la cerró detrás de sí. Carmen volvió a llamarle varias veces, pero ya no obtuvo respuesta, aún cuando su marido estaba recargado pensando en que todo ello debía seguir siendo una pesadilla demasiado real, quizá producto de tantas medicinas que debía ingerir diariamente para controlar sus dolores. Retrocedió un par de metros confiando en que la fortaleza de la puerta fuera suficiente para contener a Carmen y las miles de preguntas que intuía le habría de hacer. Se dijo a sí mismo que debía de esperar a que su esposa dejara de tocar para darse la vuelta. Con suerte todo habría sido producto de su imaginación, o del cansancio. Sí, seguro que eso podría ser. Las largas jornadas de trabajo estaban cobrando su porción y definitivamente tendrían que ver con visiones no apropiadas. Cuando Carmen dejó de llamar a Jesús, él ya había reunido suficiente valor y calma como para volverse y corroborar que todo era consecuencia de tanto trabajo.

La mujer seguía allí, incontrovertiblemente viva. Jesús sintió un nudo en la garganta, pues sólo había una explicación para todo eso: había terminado por volverse loco.

Lentamente regresó a la silla, se sentó frente a la mujer y se quedó observándola en silencio. Ella ni siquiera se dio por enterada que el escultor había regresado a su lugar, pues su mirada verde estaba extraviada en un horizonte que no existía.

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