Por cuestiones de trabajo veo a mis hijos sólo los fines de semana. Hoy que los veo convertirse en adultos desde una especie de distancia pu...
Por cuestiones de trabajo veo a mis hijos sólo los fines de semana. Hoy que los veo convertirse en adultos desde una especie de distancia puedo decir que tienen razón los que dicen que la mejor aventura de la vida es ser padre, y estoy seguro mi esposa también podría decirlo así. Ha sido lindo, con todo y sus etapas oscuras.
Este carnaval que ha sido ser padres nos llevó a librar batallas realmente cruentas sobre las distintas maneras que teníamos de comprender y vivir la enseñanza.
Hay que admitirlo. Todos los que nos hemos montado en este barco hemos analizado, juzgado y criticado hasta límites realmente penosos a los padres que actúan de forma distinta a la nuestra, y lo hemos hecho para protegernos, porque nuestra autoestima está de por medio. Nuestros hijos son el proyecto de nuestras vidas, y el resultado de semejante barbaridad está a la vista de todo el mundo. Su éxito o su fracaso es también el nuestro. Por eso es muchísimo más cómodo lavar nuestra imagen con la culpa de los demás padres.
Hay miles de opiniones distintas en el tema de la educación de los hijos, y ésta siempre ha sido tema de análisis social. Y se vuelve tema de escrutinio ahora más que se ha popularizado la crianza que se aleja deliberadamente de la tradicional práctica conductista basada en refuerzos y castigos, mientras que la omnipresencia de internet y las redes sociales han acrecentado dramáticamente el conflicto.
Los padres siempre estaremos inseguros, es natural, y necesitamos aferrarnos a algo para sentirnos seguros y huimos de esa sensación de duda. Así se generan corrientes que practican la crianza con apego a la tradicional, a veces hasta las últimas consecuencias, y eso genera conflictos ideológicos con quienes actúan diferente.
Esos conflictos han llegado a la calle en forma de frentes que defienden la crianza tradicional en franca oposición -a veces violenta- de quienes educan a sus hijos en la apertura a nuevas figuras de familia. Esas confrontaciones son el perfecto diagnóstico psicológico de la disonancia cognitiva: un estado emocional que surge de la discrepancia entre las creencias que tenemos acerca de algo, o entre estas ideas y las conductas que se llevan a cabo. La desagradable tensión que genera, incita a sus víctimas a comportarse o a inventar justificaciones que eliminen o reduzcan esa contradicción.
Cuando quienes padecen de disonancia cognitiva encuentran algo que encaja con sus creencias, lo aceptan de un modo acrítico, y se dejan llevar por los estereotipos de aquello que se supone deben hacer para no alejarse del concepto que se han formado de ellos mismos.
Las mujeres, señaladas social e injustamente como las primeras responsables de la educación de los hijos, son sometidas de forma especialmente cruel a una presión social que les genera un creciente estado de tensión e inseguridad, llevándolas a protagonizar furiosamente este tipo de desencuentros.
La educación dejó de ser algo que se hacía en grupo, y se ha vuelto una tarea que hace la familia desde la soledad y el aislamiento, lo que hace percibir las influencias externas como amenazas al sistema de valores que tiene cada uno. Un cambio positivo es comenzar a ver la diversidad como una oportunidad para aprender nuevos recursos y maneras de hacer, pero lo más importante es alejarse por completo de la presión de la sociedad: no somos perfectos, y esa realidad también alcanza a nuestros hijos.
No sé en qué momento mi esposa y yo dejamos de sentir esa necesidad por la perfección, pero sé que a partir de ese momento comenzamos a hacer las paces con nuestros defectos como padres; dejamos de fingir que todo es fácil y comenzamos a empatizar con las dificultades que tienen aquellos con los que compartimos la experiencia de criar a un hijo. Y resultó mucho más reconfortante encontrar los puntos que nos unían, en vez de hacer evidentes las diferencias.
Tampoco me di cuenta en qué momento nos dejó de importar ser blanco de comentarios o juicios por parte de terceras personas. No había en ningún lugar cláusula alguna que nos obligara a justificar nuestras decisiones ni a estar obligados a entrar en debates estériles.
Lo que sí nos quedó claro es que cada quien tiene derecho a tener sus opiniones y formas de actuar, y que nadie tiene por qué justificarlas ante nosotros. Me imagino que reconocer estos derechos nos ayudó a manejar bastante mejor las críticas.
Hoy ya vemos con una sonrisa burlona esos tiempos en los que formábamos parte de esa competición por la perfección. Hace ya mucho tiempo aceptamos nuestros defectos (y los de los demás) y admitimos las limitaciones que nos ayudan a hacer las paces con nosotros mismos. Por supuesto desconocemos las respuestas a todas las preguntas, y estamos ávidos de descubrirlas, porque este camino de ser padres no se acaba nunca.
jose@antoniozapata.com
Este carnaval que ha sido ser padres nos llevó a librar batallas realmente cruentas sobre las distintas maneras que teníamos de comprender y vivir la enseñanza.
Hay que admitirlo. Todos los que nos hemos montado en este barco hemos analizado, juzgado y criticado hasta límites realmente penosos a los padres que actúan de forma distinta a la nuestra, y lo hemos hecho para protegernos, porque nuestra autoestima está de por medio. Nuestros hijos son el proyecto de nuestras vidas, y el resultado de semejante barbaridad está a la vista de todo el mundo. Su éxito o su fracaso es también el nuestro. Por eso es muchísimo más cómodo lavar nuestra imagen con la culpa de los demás padres.
Hay miles de opiniones distintas en el tema de la educación de los hijos, y ésta siempre ha sido tema de análisis social. Y se vuelve tema de escrutinio ahora más que se ha popularizado la crianza que se aleja deliberadamente de la tradicional práctica conductista basada en refuerzos y castigos, mientras que la omnipresencia de internet y las redes sociales han acrecentado dramáticamente el conflicto.
Los padres siempre estaremos inseguros, es natural, y necesitamos aferrarnos a algo para sentirnos seguros y huimos de esa sensación de duda. Así se generan corrientes que practican la crianza con apego a la tradicional, a veces hasta las últimas consecuencias, y eso genera conflictos ideológicos con quienes actúan diferente.
Esos conflictos han llegado a la calle en forma de frentes que defienden la crianza tradicional en franca oposición -a veces violenta- de quienes educan a sus hijos en la apertura a nuevas figuras de familia. Esas confrontaciones son el perfecto diagnóstico psicológico de la disonancia cognitiva: un estado emocional que surge de la discrepancia entre las creencias que tenemos acerca de algo, o entre estas ideas y las conductas que se llevan a cabo. La desagradable tensión que genera, incita a sus víctimas a comportarse o a inventar justificaciones que eliminen o reduzcan esa contradicción.
Cuando quienes padecen de disonancia cognitiva encuentran algo que encaja con sus creencias, lo aceptan de un modo acrítico, y se dejan llevar por los estereotipos de aquello que se supone deben hacer para no alejarse del concepto que se han formado de ellos mismos.
Las mujeres, señaladas social e injustamente como las primeras responsables de la educación de los hijos, son sometidas de forma especialmente cruel a una presión social que les genera un creciente estado de tensión e inseguridad, llevándolas a protagonizar furiosamente este tipo de desencuentros.
La educación dejó de ser algo que se hacía en grupo, y se ha vuelto una tarea que hace la familia desde la soledad y el aislamiento, lo que hace percibir las influencias externas como amenazas al sistema de valores que tiene cada uno. Un cambio positivo es comenzar a ver la diversidad como una oportunidad para aprender nuevos recursos y maneras de hacer, pero lo más importante es alejarse por completo de la presión de la sociedad: no somos perfectos, y esa realidad también alcanza a nuestros hijos.
No sé en qué momento mi esposa y yo dejamos de sentir esa necesidad por la perfección, pero sé que a partir de ese momento comenzamos a hacer las paces con nuestros defectos como padres; dejamos de fingir que todo es fácil y comenzamos a empatizar con las dificultades que tienen aquellos con los que compartimos la experiencia de criar a un hijo. Y resultó mucho más reconfortante encontrar los puntos que nos unían, en vez de hacer evidentes las diferencias.
Tampoco me di cuenta en qué momento nos dejó de importar ser blanco de comentarios o juicios por parte de terceras personas. No había en ningún lugar cláusula alguna que nos obligara a justificar nuestras decisiones ni a estar obligados a entrar en debates estériles.
Lo que sí nos quedó claro es que cada quien tiene derecho a tener sus opiniones y formas de actuar, y que nadie tiene por qué justificarlas ante nosotros. Me imagino que reconocer estos derechos nos ayudó a manejar bastante mejor las críticas.
Hoy ya vemos con una sonrisa burlona esos tiempos en los que formábamos parte de esa competición por la perfección. Hace ya mucho tiempo aceptamos nuestros defectos (y los de los demás) y admitimos las limitaciones que nos ayudan a hacer las paces con nosotros mismos. Por supuesto desconocemos las respuestas a todas las preguntas, y estamos ávidos de descubrirlas, porque este camino de ser padres no se acaba nunca.
jose@antoniozapata.com